Aura Lucía Mera

A veces me pregunto si la “esperanza” es pensar con el deseo, cantar “sadacabulla machicabulaaa”, mover una varita mágica y zaz… todo se ilumina y se encienden rayitos de luz donde reinaba la oscuridad más siniestra. Creo que fue san Francisco, aquel hombre que decidió despojarse de todo lo terrenal para irse a conversar con los pajaritos (aquí en Colombia lo hubieran despojado sin su consentimiento), quien dijo que “cuando hay una chispita de luz no todo está en tinieblas”.

No sé si Francisco estaba en lo cierto. Tal vez eran otras épocas. A lo mejor habitaba en cavernas y cualquier “porquería es cariño”, y este sano varón era un iluminado interior que no necesitaba más luz para predicar, fundar conventos y convertir en frailes a sus discípulos, amarrándoles una soga gris a la cintura con tres nudos que significaban pobreza, castidad y obediencia. Nudos marineros, aclaro, para que no los pudieran desamarrar.

Si a Asís le hubiera tocado vivir en esta época preelectoral, creo que sus esperanzas se habrían quebrado, hecho trizas, como dicen los lagartos de la fría capital. Y Francisco y su lobo hubieran pegado la estampida buscando la luz en otra parte, a lo mejor en el cono de La Palma que ruge, estalla, hecha bocanadas de luces incandescentes y no piensa en apagarse. Pero cuando hemos tocado fondo y ya no hay esperanza, ella renace, florece y se expande.

La esperanza siembre ha sobreaguado terrenos pantanosos, aguas negras, pozos fétidos, charcos de sangre y lágrimas, pero sigue escondidita, con carita de yo-no-fui, y resiste, resiste, resiste.

Ahora está más perdida que nunca. Parece que se la hubiera llevado el viento gélido, asesino, azul y tumefacto. Dispersa, amorfa, incolora, inodora e insabora. Ni siquiera es verde. Sus voceros parecen cansados de caminar en el desierto, atiborrándose de lechonas malsanas, firmando autógrafos y sonriendo pa la foto con cualquier arrimado. Cada uno por su lado, como si hubieran salido sin brújula a vagabundear por el monte, sin sospechar que hay fieras agazapadas en cada esquina, como zombis de pospandemia.

Sin embargo, tienen que seguirla embarrando más para encontrarse en algún recodo del camino, aunque sea coincidiendo en una selfi.

Les tengo cariño y respeto. Son dignos, honestos, cultos, quijotes arando en el desierto. Merecen encontrar un oasis donde refrescarse, apagar la sed y compartir un pan o una carcajada. Sus tercas y solitarias andanzas no pueden seguir eternamente como el baile de los Derviches, que giran y giran y cogen vuelo hasta que se elevan como Mary Poppins.

Ya estamos perdiendo la esperanza y cuando solo le quede una hojita para desaparecer, iniciará su florescencia. Si no lo logra, pues salgamos de aquí pitados como Francisco y su lobo manso y todos los jilgueros que cantaban al amanecer.

No soy de la Sagrada Orden de los Tres Nudos. Sigo los acontecimientos espantada como los que están parados en un anden esperando a ver caer al suicida de la cornisa del piso 80. De pronto no se tira y se salva, pero de repente se lanza al vacío salpicando a todos los testigos de su trágico final.

Posdata. No quisiera que termináramos como esa canción tan pegajosa: “Ay, qué pena me das, Esperanza, por Dios, solo sabes bailar cha, cha, cha!”.

 

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