Por Francisco Gutiérrez Sanín

Nadie menos que Ronald Reagan decía que “la política son los nombramientos”. Mafe Cabal —cada vez más grotesca, cada vez mejor ejemplo de por qué la reforma agraria también sería una reforma política, de hecho la mejor y más vigorosa que podríamos tener— dirá que Reagan es una figura comprada por Soros. Pero no. Además, en este caso concreto hay mucho de verdad en su aforismo.

Eso se refleja bien en el caso de la escogencia de Iván Velásquez como mindefensa. Frente al evento, Paloma Valencia se preguntaba —inevitablemente, también a los alaridos— cómo se atrevían a poner a una persona que no sabía nada del sector defensa. Se trata de una pregunta artera, pero también perfectamente desmemoriada. Además de justificar el asesinato a bala de sus compatriotas, ¿qué más sabían del sector Molano, Holmes, Botero?

Nada. O más bien mucho. Estaban, precisamente, enterados de lo necesario: de la política que había que implementar. Lo demás se lo dejaban a sus viceministros y a sus técnicos. Pues, en efecto, en esta como en las demás carteras, es fundamental contar con expertos de primerísima calidad.

Lo mismo se puede decir de Velásquez (y espero que cuente con excelentes vices y apoyos técnicos). Plantearía que sabe lo necesario. Sólo que ahora la política es distinta. Y creo que ese cambio es positivo también para el autointerés ilustrado, de largo plazo, de la fuerza pública. Si esto es verdad, entonces se pueden contestar adecuadamente también las dudas no maliciosas sobre el nombramiento de Velásquez.

La Constitución de 1991 estableció que el ministro de Defensa sería un civil. Pero, hasta el momento, los ministros han actuado como presidentes del sindicato de un sector de altos oficiales. Se imaginaban que políticamente era insostenible moverse una línea de lo que establecían las voces más conservadoras y agresivas dentro de las fuerzas. Esta falla brutal se complementó en terreno con una alianza estratégica entre algunas élites agrarias, paramilitares y agencias del Estado. Una tenaza que causó sufrimientos inenarrables a millones de colombianos y que tuvo expresiones institucionales muy públicas y explícitas, como las cooperativas Convivir (en realidad, un ejemplo entre muchos posibles). Uribe llegó con una orientación un poco diferente: apretar a los generales, pero desde el punto de vista de la eficiencia de su lucha contra la guerrilla. Había que mostrar resultados. A la vez, los uniformados tenían que estar protegidos “de los traficantes de los derechos humanos” (frase textual) y de toda crítica, y a cubierto de la ley. Eso a la postre se volvería dogma para el Centro Democrático. También produjo las condiciones políticas e institucionales para los falsos positivos.

Este fuero extraordinario, esa renuncia del mando civil a dirigir, esa alianza estratégica con élites agrarias improductivas y violentas, esa forma de gobernanza que requiere de disparar contra los ciudadanos y poderse salir con la suya, es lo que Duque llamó en su terrible discurso de despedida del general Zapateiro “amor”. Pero es un regalo envenenado. O en el absurdo lenguaje de Duque: un amor tóxico. Ha producido una degradación extraordinaria en la cúpula; basta con revisar la situación jurídica de comandantes de la fuerza y de otros líderes del sector seguridad en los últimos años (yo me tomé el trabajo de hacerlo y quedé pasmado) para darse cuenta de ello. Y eso que no sabemos qué pasa con los expedientes contra generales que acumulan polvo en las estanterías de la Fiscalía, según Noticias Caracol. Los miles y miles de oficiales y soldados dignos deben de sentir esto como una cachetada al honor militar.

Las encuestas revelan que esto terminó por minar hondamente la relación entre uniformados y población en los últimos años. Ese teflón también se rayó. Nada mejor para la ciudadanía, para nuestras instituciones, también para el sector seguridad, que comenzar a construir otra historia, basada en legalidad y derechos humanos. Y de eso Velásquez sí que sabe.