Juan Pablo Ruiz Soto

Mientras escribía esta columna, en el “país desfinanciado de las maravillas” se radicó ante el Congreso el proyecto de Ley de Acción Climática, una larga lista de intenciones sin presupuesto. Esta columna apunta a una posible fuente de financiación para la acción climática, atada al valor de los servicios de nuestros ecosistemas naturales.

Los dos últimos siglos marcaron una sensible disminución de los bosques a escala mundial. En el siglo XIX los países industrializados redujeron sus áreas de bosques naturales, aprovecharon sus maderas y extendieron las áreas de producción agropecuaria. En Europa solo el 10 % quedó en bosque y en Estados Unidos, el 30 %. En la zona tropical, durante el siglo XX nos propusimos deforestar para hacer ganadería, algo de agricultura y extraer sus maderas valiosas. Hasta mediados del siglo pasado, los bosques solo se valoraban según la madera que tuvieran y puntualmente como protectores de fuentes hídricas. Luego se valoraron otros productos del bosque y desde hace unos 30 años empezaron a ser valorados otros servicios ecosistémicos. Hoy, mientras se sigue quemando y deforestando en los países tropicales, los países industrializados, incluido China, están aumentando su área de bosque.

El bosque se está valorizando, en especial el tropical biodiverso, por su aporte a la regulación climática y la disminución del riesgo de nuevas pandemias. Esto sustenta negociaciones en la ONU para definir transferencias financieras del mundo que se beneficia con los servicios ecosistémicos de estos bosques a los países que los conservan, pues conservarlos cuesta, por el costo de oportunidad de no usar esas tierras para otros propósitos y por los costos directos de la gestión de conservación. Por ello, se justifican compensaciones internacionales a partir de cierto porcentaje de ecosistemas conservados en adelante, quizá 30 %.

No son solo transferencias internacionales, nacionalmente también tenemos que definir estrategias de compensación. La regulación hídrica y climática y el gran potencial de los ecosistemas naturales para educación y turismo de naturaleza son argumentos para que los nacionales transfiramos recursos a las comunidades e instituciones que conservan el bosque tropical biodiverso.

La compensación económica puede ser mediante una reducción de la deuda para transferir recursos a la gestión de conservación o con transferencias directas asociadas a la cuantificación de la magnitud y el valor de los servicios ecosistémicos. Un ejemplo es la transferencia que Noruega hace a Gabón (África) de US$10 por cada tonelada de CO2 que el bosque tropical biodiverso fija, el cual cubre el 80 % de la superficie de ese país.

El Fondo Monetario Internacional, (FMI, junio, 2021) en el documento “Una propuesta para ampliar los precios mundiales del carbono”, propone elevar los precios por tonelada de CO2 emitida a US$75, US$50 o US$25 según el grado de desarrollo del país emisor; hoy en Colombia son US$5 para que el impuesto estimule el desarrollo de alternativas tecnológicas menos contaminantes. Mas el FMI no observa la otra cara de la moneda: la necesaria compensación a los países que conservan el bosque tropical biodiverso, que hasta ahora son proveedores gratuitos y asumen costos para conservar servicios ecosistémicos de interés global.

Colombia puede liderar en COP26 (Glasgow, noviembre de 2021) al grupo de países tropicales para buscar esta compensación. Los recursos pueden venir del impuesto a las emisiones que se cobre en los países del G-20, las economías más ricas que emiten el 85 % del total de emisiones del mundo. Así, los impuestos presionan la descarbonización y financian el pago de incentivos para fijar carbono y regular el clima conservando ecosistemas naturales.

 

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