Por Vanessa Rosales A.

Es la estática cargada que inicia En Remolinos, en ese álbum eléctrico y divino de 1992, Dynamo. Es la caída melancólica de las cuerdas, la voz afónica en el Unplugged de la banda Alice in Chains de 1996. Es el desborde de piano y guitarra enardecida en November Rain, de Guns N’ Roses, de 1991.

Es el estallido tenue, vigoroso, de cadencia sostenida, en Revelaciones, de Santana, en 1977. Es el frenesí sonoro en Soul Sacrifice, en 1969, en Woodstock, en ese verano del amor. Es la percusión que invita la voz espesa en la canción December, de 1995, de Collective Soul. Es el sonido de almíbar sombrío de Eddie Vedder, en el desconectado de Pearl Jam, de 1992, cantando Oceans y Porch. Es la orquestación sintética y dulzona en Disintegration de The Cure, en 1989; las cadencias subrepticias, como si llevaran neblina londinense, en M y Play for Today, en ese otro álbum, de 1980, Seventeen Seconds. Es el ánimo alegremente oscuro, iluminadamente melancólico en Transmission de Joy Division, en 1979.

Es el metal tristón pero consolador, de pronto álgido y potente en Juana Peña, cantada por Héctor Lavoe. Son las numerosas improvisaciones del mismo Lavoe en el álbum Live, de 1997. Es una línea que sueltan Cheo Feliciano o Pete Conde Rodríguez en una tarima, en los 70, en el Cheetah, en Nueva York. Es el regocijo de Ray Barretto que ha desencadenado su brío de golpe y sabor. Es el “¡Ecuajey!” de Ismael Rivera que, de pronto, tiñe el verso de una melodía con dulzor. Es la flauta melosa de Johnny Pacheco, con La Fania, o antes, mucho antes, en los sesenta, con otras orquestas. Es la tristeza exquisita de Ella Fitzgerald en Bewitched, Bothered and Bewildered, en 1940. Es el alarido glorioso, la guitarra encendida y suculenta en Since I’ve Been Loving You, de Led Zeppelin, de 1970.

Hay canciones que de pronto se convierten en un espacio preciso. Una habitación. Una noche de jovial festín. Las calles de la ciudad donde fuimos sujetos urbanos, andariegos, apetitosos. Otro apartamento. Las atmósferas en las que crecimos. Las horas colegiales que se disipaban, ante una radio, un equipo de sonido. La habitación universitaria que nos presenció. Suena alguna canción. Y, de pronto, las cosas se acomodan, retornan a un estado de familiaridad que no es posible sostener con palabras o el razonamiento de la explicación. Hemos estado allí antes, muchas veces, en momentos que se han repetido, incontables. Anticipamos el sonido que lleva a otro, revivimos desde la elasticidad de la memoria un sonido exacto. Ante un instante sonoro, algo se electriza en el interior.

Algunas músicas nos recuerdan, con vivacidad punzante, que fuimos cuerpos adolescentes, cedimos al brío de una sonoridad que, si acaso alguna tarde, nos permitió sentir que estábamos vivos, que había algo adentro que nos contenía, algo en el fondo que habríamos de encontrar guardado, hondo, muchas otras veces, solo en nosotros mismos. Músicas que nos alentaron a sentir la sangre, desahuciados como estábamos, intuyendo que algo más vendría. Que la vida habría de transformarse. Ignorábamos cuántas otras personas, a ese momento exacto, se sumergían en sus propios espacios, sus habitaciones precisas, y repasaban también, con avidez expectante, los contenidos del cuadernillo de un CD, las esquelas de un video musical, el mismo fragmento de una guitarra, el mismo golpe de un bajo.

La música es espacio. Sitio. Como eso, como lugar, podemos habitarla en los tiempos más diversos. Algunas músicas son para mí eso, una dimensión a la que puedo entrar de nuevo y, al retornar, reconocer la fluctuación del yo, lo que de mí permanece y queda, la ondulación de mis penas, la manera en que siempre, infaliblemente, he sobrevivido a ellas. La música como un lugar es eso, esa otra capa, ese subtexto interno, ese lugar al que nadie más puede llegar. Es donde palpita la consciencia de sí, es la tibieza sosegadora de que nos tenemos, esa sensación repentina de que, pese al tiempo, un acorde, un sonido, una letra, nos restituye a ese aroma que entonces, más jóvenes, en otros momentos, teñía las cosas. El aura, los tonos, el color, los ánimos indescriptibles de otro momento.

Habitar no es sólo un acto físico, es una acción poética. Una casa, una morada, también pueden ser una arquitectura sentimental. Nos afectamos en esos cuartos. Vivimos y perdemos. Lloramos y añoramos. Desistimos y amamos. Deseamos y nos extraviamos. La música es morada de los yo que vamos siendo.

Bordeo, pronto, —me quedan un par de años— los cuarenta. Con frecuencia no sé qué soy, mis definiciones se diluyen entre el juego de las supuestas certezas que han sido mis posturas, mis ideas, la formación ensanchada de una identidad. Escribir, pensar y crear son formas de buscar sentido a este misterio que es vivir, aprender a hacerlo. Pero la música que me consoló en el extravío de la adolescencia, las músicas que me permitieron sentir solaz, un anclaje superior, me recuerdan algo fundamental sobre mí misma. Me llevan a un sitio como ningún otro. La certeza del propio yo. Y también, su incertidumbre, sus deslices, las fisuras por donde reptan las heridas, los desasosiegos, las preguntas que parecen no colmarse con progresiones o respuestas.

En la música, en tantas de ellas, en esa híbrida constelación que es mi paleta estética particular, ubico resquicios de mi propio mundo interno que me consuelan. Algunos no están exentos de dolor, algunos son las llagas abiertas. Pero, en ciertas canciones, en su ondulación tenue o en su bravura sabrosa, en su tersura repentina o en su eco melancólico, me reencuentro con los pedazos de mí misma que me renuevan la sensación de que me habito, que he sido muchas, que he de ser otras, pero que allí está, en el pecho, en algo parecido al corazón, un lugar que me espera, que a veces se marchita, otras que se enciende, la irremplazable caverna interior. El ser. La consciencia. Estar viva. No sé qué es, pero es la música, vivida como lugar, lo que lo trae de vuelta. Ese retorno es como estar en duermevela, percibir el propio latido del verdadero corazón y saber que allí está, la vida que ahora, por un tiempo más, nos contiene.

Quería escribirlo. Diluir el ruido, la estática de las redes, las penas que no solventa la intelectualización, los torbellinos agitados de los bretes públicos, porque teorizar no me apetece, por querer vivir, por querer rozar, en el ejercicio escritural, el sentido, la belleza. La música me lo permite. Siempre.