Arturo Guerrero
La costumbre de las dictaduras militares latinoamericanas entró en barrena. Pinochet, Videla, Garrastazu, Médici y Banzer devastaron la democracia en el continente y la llenaron de muertos, torturados y exiliados. Las tremendas gafas negras del chileno, sus bigotes en arco y los brazos cruzados como barricadas de hierro, pasaron a la historia visual de la infamia.
A pesar de que el fenecimiento de esas dictaduras duró años, la impresión en la memoria insinúa que de pronto alguien dio la orden a los generales de regresar a sus cuarteles. De hecho, no es posible marcar una fecha exacta del derrumbe de los quepis.
Las fosas comunes, los desaparecidos, los arrojados desde helicópteros al mar, las madres de blanco, quedaron como motivo de películas y de marchas por las grandes alamedas. El continente se quitó las botas y siguió eligiendo presidentes con todas las de la ley.
¿Todas? Es evidente que no. El cerrojo militar fue tan evidente y ofensivo que los nuevos mandatarios se cuidaron de borrar sus métodos y su recuerdo. Pero encontraron otras maneras para ponerse de ruana la democracia. Unos modos decentes, graduales y, sobre todo, ajustados a la Constitución de cada país.
Para los nuevos dictadores democráticos es fundamental dar apariencia de legalidad. Así esquivan el escrutinio de las entidades que cuidan la buena marcha de las instituciones desde los países ricos. También así se lavan las manos frente a la oposición que los acusa de atornillarse en sus sillas y de copar los tres brazos del poder.