Por: D. Torres Duarte

En los cuentos que escribió entre finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, compilados más adelante en Ojos de perro azul, García Márquez es un autor joven con un estilo y unos temas a veces ajenos.

Hasta cuajar en Cien años de soledad, su estilo y su sustancia siguieron un camino errático: pasaron por la austeridad cinematográfica de El coronel no tiene quien le escriba, por la experimentación técnica de La hojarasca, por el anecdotario limitado de La mala hora y por el temario político de Los funerales de la Mamá Grande, casi siempre con un aire de diestro malabarista principiante.

Sin embargo, hubo un oficio donde su estilo no sólo evolucionó con más firmeza sino que, sospecho, fue el alimento de luz para el tono colosal e hiperbólico que constituye Cien años de soledad, El otoño del patriarca y El amor en los tiempos del cólera: el periodismo. En los años cincuenta García Márquez cultivó dos géneros: el comentario ligero de actualidad (a veces sobre el gobierno argentino, a veces sobre alguna película, a veces sobre ataúdes) y la crónica, el primero durante varios años en El Universal y El Heraldo, el segundo durante algo más de un año en El Espectador.

Sus comentarios ligeros, recopilados y estudiados por Jacques Gilard en Textos costeños 1948-1952, aspiran a la narración inteligente y humorística y en ocasiones tan grandiosa como cualquier pasaje de sus obras grandes. En La primera caída de George Bernard Shaw, publicada en septiembre de 1950, escribe: “A la edad en que la mayoría de los hombres se dedica a la aburridora tarea de convertirse en polvo, Mr. George Bernard Shaw sale a dar una vuelta por su jardín de Ayot St. Lawrence, todavía con suficiente vitalidad como para resbalar y fracturarse la cadera”. Cuando Shaw murió el Día de los Muertos como consecuencia de esa caída, García Márquez anotó: “Mr. George Bernard Shaw —¡siempre tan oportuno!— escogió para morirse el dos de noviembre que es, sin duda, el día más apropiado para hacer esa incómoda diligencia”.

En esas citas retumba una mirada irónica y paradójica (“suficiente vitalidad como para resbalar”, “esa incómoda diligencia”) que empata muy bien con este pasaje vacuno de El otoño del patriarca: “[…] una tarde de enero habíamos visto una vaca contemplando el crepúsculo desde el balcón presidencial, imagínese, una vaca en el balcón de la patria […], se hicieron tantas conjeturas de cómo era posible que una vaca llegara hasta un balcón si todo el mundo sabía que las vacas no se trepaban por las escaleras, y menos si eran de piedra, y mucho menos si estaban alfombradas […]”.

El mismo humor, en ocasiones atenuado por un navajazo de sarcasmo, aparece en El beso: una acción química, después de contar que una científica, una tal Mrs. Wilkinson, había sugerido que el beso fue el método que descubrieron los humanos de las cavernas para proveerse de sal en los meses tórridos. Escribe García Márquez: “[…] en lo sucesivo no habrá necesidad de invitar a nadie a que nos acompañe a contemplar la luna. Bastará con que nos sentemos en un banco del parque a comernos románticamente una libra de sal”. Y con la misma cara de muro de cementerio que emplearía en la descripción hilarante del hombre que, absorto en la contemplación del cuerpo desnudo de Remedios la Bella, se rompe el juicio al caer por un tejado, en Posibilidades de la antropofagia dice: “[…] no sería extraño que un día de estos, agotadas todas las existencias de víveres, se regularice el expendio de mortales sacrificios”.

En A Luis Carlos López con veinte años de muerte escribe: “Una de las condiciones indispensables para haber conocido personalmente a Luis Carlos López, era tener por lo menos treinta años”. Este es el detalle disonante (¿por qué tener al menos treinta años no daría lo mismo que tener al menos treinta y dos para conocer a López?) pero ordinario (tener treinta años: qué cosa tan vulgar) que aparecería muchos años después en la entrada de Cien años de soledad en la forma del hielo, un elemento sin carácter ni don hasta que se convierte en un objeto de descubrimiento, en un símbolo de la génesis y del tiempo, que es el tema espiral de la novela.

Su etapa de cronista en El Espectador ensanchó las posibilidades de ese tono al sostenerlo sobre un andamiaje a la vez fantasioso y realista. No es gratuito que una de sus primeras series (que había empezado en un relato todavía sin forma en la revista Lámpara) sea la dedicada a La Sierpe, “un país de leyenda de la costa atlántica de Colombia”. La Marquesita de la Sierpe abre con la historia de un hombre en la oficina de un médico, en espera de que le extraigan un mico que le sembraron en la barriga, un frecuente hechizo de venganza en los dominios de La Sierpe. En la crónica, que reporta la geografía y el bestiario de una fantasía, aparecen toros alados y muertos que anuncian su conformidad de ultratumba con golpecitos contra el ataúd. La hipérbole y el humor parecen encontrar aquí un campo más ancho y más sólido que el del comentario ligero de actualidad: el de la tradición cultural, el de la fantasía mítica, pública y heredada.

En este fragmento de la serie El Chocó que Colombia desconoce, que narra un viaje en avión hacia Quibdó en 1954, el tono de hipérbole combinado con un territorio y un tiempo verificables recuerda a la irrealidad en extremo real de Macondo: “Cuando ese avión atraviesa una tormenta —y esto ocurre probablemente en cada viaje, pues en el Chocó llueve 360 días al año— el agua se filtra por las goteras del fuselaje, y a 800 pies de altura se tiene la sensación del naufragio” (la exactitud de reportero en el número de los días y los pies de altura es también un rasgo de sus novelas gordas, como las setenta y dos bacinillas que compra Fernanda del Carpio, las recuas de sietemesinos de El otoño del patriarca o incluso los setenta y tres años del presidente de Buen viaje, señor presidente).

En esta serie también se encuentra el diálogo que puntúa o acentúa una escena con cierta solemnidad. En un camión con pasajeros chocoanos hay un hombre que les grita a los periodistas: “‘Esta es la gente más honrada del mundo. En esta cartera llevo treinta mil pesos en valores declarados y a nadie se le ha ocurrido robármelos’. Era verdad. Al preguntársele quién era, el hombrecillo, muy cordial, muy ceremonioso, se presentó a mucha honra: ‘Soy el correo nacional’”. Es el mismo tipo de comentario que, en El amor en los tiempos del cólera, murmura Juvenal Urbino cuando encuentra muerto, entre “el olor de las almendras amargas”, a Jeremiah de Saint-Amour: “Ya lo peor había pasado”. También recuerda el comentario del primer José Arcadio Buendía (iba a escribir fundador en vez de primer, pero es difícil discernir si quien funda es el que pone la primera piedra o el que la conecta con el mundo, que en este caso fue Úrsula) cuando Úrsula se resiste a abandonar Macondo con el argumento de que ahí había parido un hijo: “Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra”. Son comentarios que, más que añadir modulaciones de la personalidad o avanzar la trama, ayudan a cerrar situaciones, a darles un color de alta sentencia.

Es muy particular e interesante que el estilo de García Márquez, el que le permitió tramitar a profundidad sus experiencias vitales, se encuentre más emparentado con su trabajo periodístico que con sus primeros intentos narrativos. A pesar de toda la buena forja poética de novelas como La mala hora y La hojarasca, García Márquez parecía requerir un sustrato informativo, sostenido en la crónica mundana de la fantasía cotidiana, para elevarse, para soltarse. Los escritores principiantes tienden a buscar la aprobación del mundo literario con la imitación de modelos y el fingimiento de emociones. Propongo esta hipótesis: escribiendo crónicas y comentarios ligeros, García Márquez ni fingía ni imitaba ni buscaba la aprobación del universo literario. En esa libertad de forma y fondo ya era el escritor que sería: apenas trece años separan las crónicas de El Espectador de Cien años de soledad.