Arturo Guerrero

Hace 40 años, un hijo de carpintero de Medellín concibió una idea fija que hoy es un fenómeno de públicos en Colombia y varios países americanos. Quiso ser actor, romper los esquemas del teatro intelectual, vivir solamente de eso. En sus primeros lances presumió: “¡Yo soy Cassius Clay!”. Un campeón colosal, a sus 29 años.

Se inició como mimo, adquirió la facultad de moldear sus labios y cara como si fueran de caucho. Inició un entrenamiento de galeote que lo lleva aún hoy a levantarse a las cinco de la mañana a trotar como un desesperado por montes, playas, calles. En su fiebre fue nadaísta, anarquista, seguidor de corrientes surrealistas. Cursó 12 años de Literatura en la U. de Antioquia, retirándose, reintegrándose, nunca se graduó.

Se apartó de todos los grupos de teatro de su ciudad porque eran paquidérmicos, sus montajes se hacían eternos “y yo necesitaba guerra, acción”. Solo contra el mundo, salió a guerrear. Tomó de la calle su noción del arte: el actor debería ser como el vendedor de mamoncillos, si a la gente le gusta lo que vende, compra. Si no, no.

Alquiló un miniapartamento en el barrio Laureles, en cuya sala de cinco por cinco metros acomodó sus presentaciones. “Vengan al Águila Descalza, 100 pesos la boleta”. Cabían 12 personas y cada semana cambiaba de obra. Clásicos como Ionesco, Jorge Zalamea. Un día de comienzos de 1985 apareció, curiosa, anhelante, una chica sofisticada, del Marymount, recién graduada de Administración de Empresas en la EAFIT.

Así lo cuenta el Negro, Carlos Mario Aguirre: “El mundo cambió, todo se transformó… llegó Cristina Toro, la verdadera creadora de este vuelo, mi actriz, mi poeta, la capitana de este barco”. Así, ella: “Estaba desorientada a mis 24 años, lo quería todo, escribir, cantar, actuar. Así me encontré con el Negro… sabía de su talento y de su locura, sabía que era un gran actor y mis naves estaban quemadas… Había llegado el momento de asumir una vida en el arte y así fue”.

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