José Antonio Rivera Rosales
Comprada a los 11 años por un individuo para casarla con su hijo, Angélica vivió un infierno cuando su supuesto suegro la violó y luego la acusó de robarle, por lo cual la menor fue a parar a las celdas de la Policía Comunitaria en la comunidad de Dos Ríos, municipio de Cochoapa el Grande.
Ubicado en la parte más recóndita de La Montaña, ese municipio está catalogado como el más pobre del país e inclusive como la región de mayor exclusión y pobreza de América Latina.
La menor pidió el apoyo de su abuela, pero los comunitarios le dieron mayor crédito al sujeto y encarcelaron a Angélica junto con su abuela y sus hermanos menores de edad.
El individuo en cuestión dijo haber pagado 135 mil pesos a la familia de Angélica cuando la niña tenía apenas 11 años, con el fin de comprometerla en matrimonio con su hijo, lo que se consumó posteriormente.
Ahora Angélica tiene 15 años y dice haber vivido un verdadero infierno de malos tratos y acoso por parte del suegro, quien finalmente abusó de ella, lo que la obligó a huir a la casa de su abuela para buscar apoyo y refugio.
No conforme, el suegro la acusó del robo de unos huipiles por lo cual pidió la intervención de la Policía Comunitaria, que sin más la encarceló junto con su abuela y sus tres hermanos pequeños. Todos quedaron recluidos en las celdas de la PC en aquella región de La Montaña Alta.
Para resarcir el supuesto daño, el suegro reclamó el pago de 265 mil pesos para saldar el agravio -falso, desde luego- y cerrar el trato entre ambas familias. Finalmente intervino la Fiscalía General del Estado (FGE) que apresó al individuo y lo acusó de violación, trata de personas y lesiones en agravio de la joven abusada.
El caso trascendió a los medios de comunicación debido a la intervención de Abel Barrera, director del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, quien expuso públicamente el caso, lo que levantó un coro de buenas conciencias que, indignadas, exigieron que se termine de una vez con todas con ese latrocinio que es la venta de niñas en La Montaña.
En todo este conflicto la Policía Comunitaria, adscrita al Consejo Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC), también coadyuvó con la injusticia al encerrar a la menor de edad y su familia dándole mayor crédito al infame individuo. Los comunitarios tienen una deuda con la comunidad al cargar su actuación en contra de la parte más débil del conflicto, cuando resultaba evidente el abuso del ahora detenido.
El caso es que, lamentablemente, las buenas conciencias han confundido el concepto de usos y costumbres con prácticas indebidas y delictuosas que se han venido acostumbrando entre familias, indígenas y no indígenas, que entregan a sus hijas mujeres a cambio de una cantidad de dinero en efectivo o en especie.
Esos acuerdos entre dos familias son una práctica que claramente constituye un delito grave -la trata de personas- que debe ser sancionado por la instancia persecutora del delito, sin ningún tipo de conmiseración. La pobreza no justifica de ninguna manera la infame venta de menores de edad. Esa práctica perversa es una infamia.
Por desgracia, entre muchos actores políticos y sociales ha proliferado la noción de que usos y costumbres es un concepto que le ofrece cobertura cultural a una práctica delincuencial que ha permeado como supuesto acto cultural entre muchas familias para comprometer el futuro de sus hijas mujeres -y algunas veces también de varones-, a cambio de una cantidad de dinero por la cual el menor es entregado a otra familia en calidad de sirviente o sirvienta, con el difraz de matrimonio.
Los usos y costumbres de ninguna manera justifican la compraventa de niñas. Esa práctica es equiparable a una forma moderna de esclavitud y debiera ser tipificada como tal por el Código Penal del Estado de Guerrero.
Los usos y costumbres, por el contrario, constituyen un concepto político relacionado con la gobernanza de las comunidades que, en un acto de democracia participativa, deciden de qué manera construirán su propio destino. Tiene su origen en el remoto pasado, pero fueron desplazados por la democracia electoral que desde el siglo antepasado constituyó el sustento de nuestra forma de gobierno.
En particular los pueblos indígenas han ido recuperando esa práctica ancestral, lo que ha comenzado a desplazar a los partidos políticos que sólo han causado rupturas en el tejido social.
La base de los usos y costumbres es la democracia participativa, un mecanismo de decisión comunitaria basado en el consenso libre e informado que permite a las comunidades elegir a sus representantes, quienes consideran como un honor ser elegidos para servir a su comunidad, lo que genera para los individuos un nivel de prestigio social en su entorno comunitario.
Nada que ver con la compraventa de niñas, pues.
Están en la ruta acertada los diputados y diputadas que han comenzado a legislar sobre los usos y costumbres, pero deberían tomar en cuenta precisamente a los pueblos indígenas a los que está dirigida la iniciativa, para consultarlos y establecer un concepto paritario sobre el particular.
Por eso es importante consultar a los liderazgos indígenas y, mejor aún, a las comunidades, sobre la verdadera razón de los usos y costumbres con el fin de no confundir la gimnasia con la magnesia.
Uno de los reclamos más sentidos de los pueblos indígenas es, precisamente, que se no se les toma en cuenta a la hora de construir instrumentos legales que atañen al destino de los pueblos.
Es menester terminar de una vez por todas con esa práctica infame de la compraventa de niñas pero, también, vigilar que los menores -todos y todas-, tengan una atención integral que atienda la exclusión social. El tema, pues, es más de combate a la marginación y la pobreza, de educación, alimentación y salud.