Por Julián López de Mesa Samudio
Hace unas semanas, Juan Carlos Echeverry, excandidato presidencial, ex ministro de Hacienda y exdecano y profesor de economía de la Universidad de los Andes, hizo un llamamiento público a través de Twitter para que los decanos y profesores de economía defiendan lo que han estado enseñando por décadas, del influjo de nuevas teorías económicas (“supuestas” para Echeverry). Y no se quedó allí. Cual defensor de dogma de fe medieval, sentenció: “O las adoptan o defienden lo que creen, o renuncian”.
Aunque filósofos de la antigüedad como Aristóteles hablaron sobre economía, tan sólo a partir del siglo XVI surgen las primeras doctrinas de pensamiento económico en Europa y los primeros teóricos de la disciplina. El mercantilismo (que sostenía que la riqueza de una nación dependía de su acumulación de oro y plata y exigía estrictas regulaciones estatales) y la fisiocracia (que sostenía que la agricultura era la base de toda riqueza y propendía por una intervención mínima del Estado en la economía) fueron quizás las dos primeras escuelas económicas enfrentadas a lo largo del siglo XVIII.
La economía como rama del conocimiento independiente tan solo se profesionalizó desde hace poco más de cien años, pues antes hacía parte de lo que hasta el siglo XIX se llamaba filosofía moral (cuyas disciplinas son el origen de las ciencias sociales).
Las técnicas estadísticas surgidas en los años 20 y 30 del siglo pasado fueron adoptadas con entusiasmo por los economistas de principios del siglo XX y, desde entonces, las distintas escuelas de la economía han ido virando hacia los métodos cuantitativos para darles una apariencia de exactitud a sus modelos y proyecciones.
Esto ha traído como resultado el que, en los últimos tiempos, muchos economistas no se reconozcan como científicos sociales y asuman que su saber es una ciencia exacta, dándole la espalda, sin ningún titubeo, al objeto de su estudio que no es otro que las necesidades, la escasez y la elección humanas.
La expresión “la ciencia lúgubre” apareció por primera vez en 1849 en el “Discurso ocasional sobre la cuestión de los negros” de Thomas Carlyle. Carlyle definió a la economía como “lúgubre” al encontrar ésta “el secreto de este Universo en la “oferta y demanda”, y a reducir el deber de los gobernantes a aquello de dejar a los hombres solos”. El calificativo de lúgubre se ha seguido utilizando para describir, en tiempos contemporáneos, una ciencia cuyos principios se cumplen para algunos a base siempre del sacrificio de otros, y que se preocupa exclusivamente por que el modelo propuesto se ajuste a las cifras y los indicadores previamente establecidos, y no por que se ajuste a la realidad cotidiana de las personas y las sociedades.
Hay que decir que Echeverry no está solo cuando adopta esta posición anticientífica. Desde que la ciencia lúgubre decidió dejar de ser ciencia social para tratar de convertirse torpemente en una ciencia exacta, renunciando de paso a estudiar la complejidad humana para hacer creíbles sus conclusiones a través de las matemáticas y la estadística, muchos economistas y escuelas de economía en el mundo se convencieron de la infalibilidad de sus modelos predictivos, tornándose, sin darse cuenta, en oráculos dogmáticos, omnipotentes, cerrados e inflexibles.
Sin embargo, la economía jamás podrá ser una ciencia exacta pues, como ocurre con el resto de las ciencias sociales, su limitación sigue y seguirá siendo la complejidad del ser humano y la imposibilidad de predecir sus actuaciones. Bien harían el señor Echeverry y los suyos en volver a tener en cuenta aquellas variables de humanidad que tanto desprecian hoy, pero que hicieron posibles las preguntas y problemas que no sólo le dieron origen a la economía, sino que la llenaron de significado para que pudiese crear herramientas reales para las sociedades y sus individuos.