Gonzalo Silva Rivas
El espectáculo que observó el mundo, la semana pasada, cuando centenares de líderes mundiales arribaron en sus aviones privados al aeropuerto de Glasgow para participar en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP26), no solo es una extravagante paradoja, sino un soberano acto de hipocresía. En un solo día, presidentes, príncipes, primeros ministros y líderes no estatales, como Jeff Bezos, fundador de Amazon y de Blue Origin –una de las mega compañías aeroespaciales- atravesaron fronteras alrededor del mundo y por varias horas congestionaron el espacio aéreo de la siempre hermosa, pero eternamente húmeda, capital escocesa.
A bordo de lujosos jets oficiales, particulares y chárter – más de cuatro centenares- los responsables de combatir el efecto invernadero despegaron desde Mónaco, Francia, Alemania, India, Japón y Estados Unidos, entre otros confines de la Tierra -unos con comitivas ociosas, como el del presidente Duque- y a su paso expulsaron alrededor de 14.000 toneladas de emisiones de CO₂, uno de los principales generadores de los Gases Efecto Invernadero (GEI), la piedra angular de la crisis climática desatada a raíz del calentamiento global y que, hoy día, sobresalta a la humanidad, con afectaciones mortales y eventos extremos, algunos irreversibles.
Como se precisaba en nuestra columna anterior, los vuelos privados son la modalidad de transporte que mayor impacto produce sobre el medio ambiente, dado que su capacidad contaminante supera a la de un avión comercial. Investigaciones recientes revelan que las emisiones que arrojan estos confortables aparatos privados, durante un simple viaje de cuatro horas, pueden equivaler al total de las emanaciones que produce al año una persona de consumo medio en un país industrial.