Carlos Granés

Ahora que estoy muy cerca de ponerle punto final a un largo ensayo sobre la historia cultural y política de América, llega ese momento, qué remedio, de intentar sacar algunas conclusiones. O, más modestamente, de señalar ciertos hallazgos que han ido acumulándose y que reunidos se convierten en indicios de formas de pensar y actuar que se repiten a lo largo del tiempo. Formas de pensar y actuar, además, que han conducido sistemáticamente a lo mismo: la exclusión nociva o fatal del otro.

El asunto empezó a mediados de los años 30 del siglo pasado. Hasta entonces América Latina había tratado de examinarse y definirse y comprenderse, y aunque hubo diagnósticos muy pesimistas —se habló de razas enfermas y de mestizajes innobles—, predominó el optimismo y hasta la arrogancia. América Latina podía ser más débil militar y económicamente que Estados Unidos, se dijo, pero espiritualmente éramos muy superiores. Aunque hacían puentes y cosechaban dólares, en el fondo ellos eran solo unos bárbaros incapaces de disfrutar de los más elevados dones, el arte y el erotismo, que en cambio embriagaban el espíritu latino.

Pero entonces llegaron los años 30 y esa chulería latina degeneró en nacionalismos belicosos, en caudillos de broma y hasta en guerras. Bolivia y Paraguay se autoaniquilaron peleando por un trozo de desierto, y de aquel cataclismo surgió una mentalidad nueva. O, mejor, una nueva forma de entender los problemas americanos. La culpa de la derrota, dijeron los vencidos, no había sido de los paraguayos sino de las élites políticas y económicas vendepatrias que gobernaban Bolivia. El problema no estaba afuera, estaba adentro. Se había permitido que engendrara una mentalidad colonial que denigraba lo propio y que debilitaba las fuentes nutricias de la nacionalidad.

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